Los niños vienen en tamaños, pesos y colores surtidos. Se les encuentra donde quiera: Encima, debajo, dentro, trepando, corriendo, saltando. Las mamás los adoran, las niñas los odian y las hermanas y hermanos mayores los toleran; los adultos los desconocen y el cielo los protege.
Un niño tiene el apetito de un caballo, la digestión de un traga espada, la energía de una bomba atómica, la curiosidad de un gato, los pulmones de un dictador, la imaginación de Julio Verne, la timidez de una violeta, la audacia de una trampa de acero, el entusiasmo de una chinampina, y cuando hace algo, tiene 5 000 pulgares en cada mano.
Le encanta los dulces, las navajas, las sierras, la Navidad, los libros con láminas, el chico de los vecinos, el campo, el agua (en su estado natural), los animales grandes, papá, los trenes, los domingos por la mañana y los carros de bomberos.
Les desagrada las visitas, la doctrina, la escuela, los libros y láminas, las lecciones de música, las corbatas, los peluqueros, las muchachas, los abrigos, los adultos, los médicos y la hora de acostarse.
Nadie más que el se levanta tan temprano, ni se sienta a comer tan tarde. Nadie más puede embutirse en el bolsillo un corta plumas oxidado, una fruta mordida, medio metro de cordel, un bolsita de tabaco vacío, caramelos, seis monedas, una onda, un trozo de sustancia desconocida, y un autentico anillo de supersónico con un compartimiento secreto.
Todo el poderío de usted se rinde ante el. Es un carcelero, su amo, su jefe... El, un manojito de ruido, carita sucia.
El mejor hombre no es nunca el que fue menos niño, sino al revés.
Anónimo.
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